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Thursday, June 28, 2012
Did You Really Need the “H” Taped Over? Think About It.
Did You Really Need the “H” Taped Over? Think About It.:
Please use sidewalk on the wesouth side of the street.
Please use sidewalk on the wesouth side of the street.
Submitted by: Monet
El robot que siempre gana al Piedra, Papel, Tijera
El robot que siempre gana al Piedra, Papel, Tijera:
El laboratorio de Isikawha Oku ha decidido arruinar la existencia de todos los campeones internacionales de Piedra, Papel, Tijera. Para ello han creado una mano robótica con cámaras de alta velocidad, de forma que puede saber con qué va a atacar el humano y responder en una milésima de segundo. La mano, maldita sea, siempre gana.
Está claro que el siguiente vídeo que exigimos ver es el de una de estas manos jugando contra una igual que ella, una batalla que podría extenderse hasta el fin de los tiempos. O hasta que se vaya la luz, claro.
Visto en Geek
Ver más: piedra papel tijera, robots
Seguir @NoPuedoCreer - @QueLoVendan
El laboratorio de Isikawha Oku ha decidido arruinar la existencia de todos los campeones internacionales de Piedra, Papel, Tijera. Para ello han creado una mano robótica con cámaras de alta velocidad, de forma que puede saber con qué va a atacar el humano y responder en una milésima de segundo. La mano, maldita sea, siempre gana.
Está claro que el siguiente vídeo que exigimos ver es el de una de estas manos jugando contra una igual que ella, una batalla que podría extenderse hasta el fin de los tiempos. O hasta que se vaya la luz, claro.
Visto en Geek
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Wednesday, June 27, 2012
¡Enseñan el Drama Invisible del Seguimiento al Revés!
¡Enseñan el Drama Invisible del Seguimiento al Revés!:
¡Mira, Epaminondas! ¡Observa el Mundo a tu alrededor, nútrete de él, aprehéndelo y aprende, Epaminondas, porque cada Drama Invisible que te rodea se hará evidente si entrenas la mirada, que es puente e intérprete que te une al resto de la Humanidad!
Observa a ese hombre, Epaminondas, o mejor dicho, a ese Hombre. Porque es un Hombre, o mejor dicho es El Hombre, el Hombre que en su pequeño círculo vital, en su mini-drama personal resume la Tragedia de la existencia toda. El Hombre. Y ese Hombre anda en el Auto. O mejor dicho, el auto. Porque es sólo un auto, el auto no simboliza nada.
Y su auto no es sólo un auto (¿has visto, Epaminondas, el cúmulo de contradicciones que llevamos dentro los seres humanos? ¡Esta es sólo una de ellas, Epaminondas!) Es armadura, falo, refugio y ariete a la vez. Quítale su auto, Epaminondas y se sentirá desnudo y niño. Pero no hoy, porque está dentro de su capullo asesino, mirando el mundo con la benevolencia que da el Poder, por acotado que éste parezca. Pero, ¡oh, Epaminondas!, todos los muros invisibles que construimos a nuestro alrededor deben derribarse algún día! Y este Hombre –porque es un Hombre- debe estacionar, debe estacionar su Auto, o su auto. Porque tiene que ir al Kinesiólogo. Y está difícil, está difícil, es una de esas partes donde hay muchos autos estacionados, pero el Hombre mira, y busca, y está dispuesto a perder quince minutos de su vida con tal de ahorrarse veinte mangos de estacionamiento.
¿Y qué descubre, entre cólicos de asombro e indignación sorpresa, el Hombre del Auto? ¡Una abominación, un monstruo, un ser anfibio y deforme asomando su grotesco rostro desde el fondo del estanque de los Hechos! Algo que desmantela por completo la arquitectura lógica y normal de la que somos indefensos locatarios. ¡Un tipo (en un Auto o auto) lo sigue, Epaminondas, pero lo sigue al revés: Lo sigue desde adelante! ¡Sí! ¡Donde él ya anticipa doblar su auto, el auto de adelante también dobla, pero claro, antes que él, por supuesto! ¡Y no una, sino dos, o tres, o las veces que nuestro Hombre está dispuesto a doblar en su búsqueda del Santo Grial! ¡Juraría que el Hombre de adelante le lee el pensamiento y se adelanta a sus decisiones sólo para perjudicarlo, o peor, que el mundo ha girado 180 grados sobre su eje, dejando a ambos contendientes en posiciones inversas pero manteniendo roles (seguidor – seguido) que ya no tienen sentido! ¿Cómo, cómo, cómo?
Y el Hombre, nuestro hombre, a quien hemos llamado Hombre, Epaminondas, sabe (un escalofrío acompaña su momento de iluminación) lo que esto significa: Que la existencia del más misérrimo Lugar de Estacionamiento, hueco, espacio, turucuto o fosa común será aprovechado por este diabólico Enemigo antes que él, robándole una oportunidad dorada. Y desafiando todas las leyes de la Justicia Universal, porque, ¡vaya si no era él quien estaba buscando estacionamiento mucho antes que el resto de las personas y los Autos del Universo! ¡Ese lugar, hueco o espacio muerto, si es que existe y se encuentra a menos de cincuenta kilómetros de la Zona, le pertenecía con el Derecho que asiste al mínimo sentido de la Equidad! Pero el Hombre de Adelante, apelando al Seguimiento al Revés, esta maniobra impúdicamente deshonesta y completamente innovadora y revolucionaria, lanzará su dentellada sobre el tesoro mucho antes de que Hombre pueda siquiera soñarlo.
¡Y ahora el Hombre no se siente más un Hombre, sino una Hoja al Viento, incapaz de decidir y de tomar el destino en sus manos, y lloriquea como un niño, Epaminondas, pero no un niño sano y lleno de vida como tú, sino un niño neurótico, caprichoso e impotente, y todo merced a este Demonio sobre Ruedas, este genio maligno, este Rumpelstitskin burlón que ha creado una nueva forma de joderle la vida (y van…), y el olor a nafta quemada que su auto expelía con orgullo viril ahora se le antoja amargo y putrefacto, Epaminondas!
¡Obsérvalo, Epaminondas! ¡Abre los ojos hasta que te duelan los músculos de los párpados y se te resequen los globos oculares: un drama más entre millones, pero que sabrás aprovechar y convertir en valiosa lección, sea ésta “no tengas auto” o “siempre a alguien se le va a ocurrir una forma de cagarte” o “sabés qué, te tenés que conseguir un permiso trucho para estacionar tipo del Poder Judicial”!
¡Mira, Epaminondas! ¡Observa el Mundo a tu alrededor, nútrete de él, aprehéndelo y aprende, Epaminondas, porque cada Drama Invisible que te rodea se hará evidente si entrenas la mirada, que es puente e intérprete que te une al resto de la Humanidad!
Observa a ese hombre, Epaminondas, o mejor dicho, a ese Hombre. Porque es un Hombre, o mejor dicho es El Hombre, el Hombre que en su pequeño círculo vital, en su mini-drama personal resume la Tragedia de la existencia toda. El Hombre. Y ese Hombre anda en el Auto. O mejor dicho, el auto. Porque es sólo un auto, el auto no simboliza nada.
Y su auto no es sólo un auto (¿has visto, Epaminondas, el cúmulo de contradicciones que llevamos dentro los seres humanos? ¡Esta es sólo una de ellas, Epaminondas!) Es armadura, falo, refugio y ariete a la vez. Quítale su auto, Epaminondas y se sentirá desnudo y niño. Pero no hoy, porque está dentro de su capullo asesino, mirando el mundo con la benevolencia que da el Poder, por acotado que éste parezca. Pero, ¡oh, Epaminondas!, todos los muros invisibles que construimos a nuestro alrededor deben derribarse algún día! Y este Hombre –porque es un Hombre- debe estacionar, debe estacionar su Auto, o su auto. Porque tiene que ir al Kinesiólogo. Y está difícil, está difícil, es una de esas partes donde hay muchos autos estacionados, pero el Hombre mira, y busca, y está dispuesto a perder quince minutos de su vida con tal de ahorrarse veinte mangos de estacionamiento.
¿Y qué descubre, entre cólicos de asombro e indignación sorpresa, el Hombre del Auto? ¡Una abominación, un monstruo, un ser anfibio y deforme asomando su grotesco rostro desde el fondo del estanque de los Hechos! Algo que desmantela por completo la arquitectura lógica y normal de la que somos indefensos locatarios. ¡Un tipo (en un Auto o auto) lo sigue, Epaminondas, pero lo sigue al revés: Lo sigue desde adelante! ¡Sí! ¡Donde él ya anticipa doblar su auto, el auto de adelante también dobla, pero claro, antes que él, por supuesto! ¡Y no una, sino dos, o tres, o las veces que nuestro Hombre está dispuesto a doblar en su búsqueda del Santo Grial! ¡Juraría que el Hombre de adelante le lee el pensamiento y se adelanta a sus decisiones sólo para perjudicarlo, o peor, que el mundo ha girado 180 grados sobre su eje, dejando a ambos contendientes en posiciones inversas pero manteniendo roles (seguidor – seguido) que ya no tienen sentido! ¿Cómo, cómo, cómo?
Y el Hombre, nuestro hombre, a quien hemos llamado Hombre, Epaminondas, sabe (un escalofrío acompaña su momento de iluminación) lo que esto significa: Que la existencia del más misérrimo Lugar de Estacionamiento, hueco, espacio, turucuto o fosa común será aprovechado por este diabólico Enemigo antes que él, robándole una oportunidad dorada. Y desafiando todas las leyes de la Justicia Universal, porque, ¡vaya si no era él quien estaba buscando estacionamiento mucho antes que el resto de las personas y los Autos del Universo! ¡Ese lugar, hueco o espacio muerto, si es que existe y se encuentra a menos de cincuenta kilómetros de la Zona, le pertenecía con el Derecho que asiste al mínimo sentido de la Equidad! Pero el Hombre de Adelante, apelando al Seguimiento al Revés, esta maniobra impúdicamente deshonesta y completamente innovadora y revolucionaria, lanzará su dentellada sobre el tesoro mucho antes de que Hombre pueda siquiera soñarlo.
¡Y ahora el Hombre no se siente más un Hombre, sino una Hoja al Viento, incapaz de decidir y de tomar el destino en sus manos, y lloriquea como un niño, Epaminondas, pero no un niño sano y lleno de vida como tú, sino un niño neurótico, caprichoso e impotente, y todo merced a este Demonio sobre Ruedas, este genio maligno, este Rumpelstitskin burlón que ha creado una nueva forma de joderle la vida (y van…), y el olor a nafta quemada que su auto expelía con orgullo viril ahora se le antoja amargo y putrefacto, Epaminondas!
¡Obsérvalo, Epaminondas! ¡Abre los ojos hasta que te duelan los músculos de los párpados y se te resequen los globos oculares: un drama más entre millones, pero que sabrás aprovechar y convertir en valiosa lección, sea ésta “no tengas auto” o “siempre a alguien se le va a ocurrir una forma de cagarte” o “sabés qué, te tenés que conseguir un permiso trucho para estacionar tipo del Poder Judicial”!
Sunday, June 24, 2012
Tiritas de camuflaje
Tiritas de camuflaje:
Una de las lecciones que nos enseña el cine bélico es que los soldados ligan entre ellos mostrándose las cicatrices de metralla y disparos entre las costillas. Los que no somos belicistas tenemos ese campo mucho más limitado; podemos, afinando mucho, mordernos las padrastros con verdadera pasión e intentar mostrarlos con orgullo, pero no creo que funcione.
Lo que quiero decir con esto es que las heridas caseras no sirven absolutamente de nada y enseñar las tiritas, tampoco. Es uno de esos casos en los que sugerir sin enseñar no te hace ganar sensualidad. Por eso las tiritas camaleónicas pueden ser realmente útiles.
Los autores no han querido revelar de qué están hechas las tiritas de camuflaje, pero el caso es que adquieren el color de la piel sobre la que se colocan (o al menos eso parece). En principio es sólo una propuesta más en los premios IF Design Talents. El único fallo que le veo es que si realmente se camufla en la piel, cuando empiece a despegarse va a provocar un efecto visual extraño, como de cuerpo deshilachado.
Visto en Yanko Design
Ver más: camuflaje, tiritas
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Una de las lecciones que nos enseña el cine bélico es que los soldados ligan entre ellos mostrándose las cicatrices de metralla y disparos entre las costillas. Los que no somos belicistas tenemos ese campo mucho más limitado; podemos, afinando mucho, mordernos las padrastros con verdadera pasión e intentar mostrarlos con orgullo, pero no creo que funcione.
Lo que quiero decir con esto es que las heridas caseras no sirven absolutamente de nada y enseñar las tiritas, tampoco. Es uno de esos casos en los que sugerir sin enseñar no te hace ganar sensualidad. Por eso las tiritas camaleónicas pueden ser realmente útiles.
Los autores no han querido revelar de qué están hechas las tiritas de camuflaje, pero el caso es que adquieren el color de la piel sobre la que se colocan (o al menos eso parece). En principio es sólo una propuesta más en los premios IF Design Talents. El único fallo que le veo es que si realmente se camufla en la piel, cuando empiece a despegarse va a provocar un efecto visual extraño, como de cuerpo deshilachado.
Visto en Yanko Design
Ver más: camuflaje, tiritas
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Friday, June 22, 2012
Thursday, June 21, 2012
Los jefes y los empleados
Los jefes y los empleados:
Este cuentito, un poco real y otro poco onírico, apareció hace unos días en las páginas 3, 128 y 129 del número siete de Orsai. Pero si la revista no existiera formaría parte —sin duda— de la categoría Historias de este blog. Así que también lo guardaré acá, para no perder la costumbre. El relato tiene dos partes: uno se llama «Los jefes» y el otro «Los empleados».
—No.
—Entonces Chiri es tu jefe.
—Tampoco, pensamos la revista entre los dos.
—¿Y si no están de acuerdo en algo, quién gana?
Me quedé pensando, busqué algún caso en la memoria pero no encontré. Le dije asombrado:
—Siempre nos ponemos de acuerdo, dormite.
—¿Pero entonces quién es el jefe de los dos?
—Nadie —le contesté.
Nina se quedó callada, pensé que por fin se quedaba dormida, pero no. Dijo:
—Pero si un día se equivocan, ¿a quién hacen enojar?
Esa noche soñé, nítidamente, un recuerdo de mayo de 1982. En el sueño tengo once años y estoy en mi habitación desgrabando unas entrevistas que les hicimos a los vecinos, en la vereda, la tarde anterior. Les preguntábamos sobre Margaret Thatcher. Chiri está a punto de llegar, fue hasta lo de Guinot a hacer fotocopias del segundo pliego de la revista.
La revista que hacemos se llama Las Cloacas y la vendemos en la escuela, entre nuestros compañeros, sin demasiada algarabía por parte de ellos: solamente se ríen un poco con los dibujos, pero no con los textos. La revista tiene lema: abajo del logo dice, más chiquito, aromas del Cairo.
Son tres pliegos tamaño oficio doblados y grapados: doce páginas en total. La hacemos con mi flamante Lexicon 80, a dos columnas. Antes la hacíamos con la Olivetti portátil de la madre de Chiri, pero la nueva Lexicon que trajo Roberto a casa es de carro ancho, y podemos poner directamente la hoja apaisada. Es difícil hacer los originales a dos columnas y que te quede, cada línea, bien justificada a derecha, pero escribiendo despacio y pensando bien las frases, se puede.
En el sueño yo estoy ahí de manera rotunda; quiero decir, no tengo memoria del futuro. Soy realmente ese gordito, mis únicas preocupaciones son las de esa tarde. Son pocas, pero una me molesta: estoy un poco enojado con Chiri porque no nos ponemos de acuerdo en algo que, a mí, me parece simplísimo: las preguntas de la entrevista tienen que ir en rojo y las respuestas en negro, porque el lector va a entender mejor si la pregunta es de un color y la respuesta de otro.
Chiri dice que es al pedo, porque las fotocopias son en blanco y negro. Yo le digo que en las fotocopias el rojo se convierte en gris, por lo que el efecto se consigue igual. Chiri dice que no. Yo digo que sí. Creo que es la primera vez que nos peleamos.
Chiri se levanta, caliente como una pipa, agarra el original del segundo pliego y se va a lo de Guinot a hacer fotocopias. Yo estoy enojado porque Chiri cree que mis razones son otras. Estoy casi seguro. Él piensa que, como ahora tengo una máquina de escribir con doble tinta, quiero alardear.
Estoy enojado porque es verdad. Estoy enojado por ese instinto que tiene de saber mis verdaderas razones sobre las cosas. Le va a pedir a Guinot que haga las fotocopias con mucho contraste, para que no se note el rojo. Va a volver con esa cara que pone siempre cuando me descubre las intenciones.
En eso estoy pensando cuando Chiri entra a la habitación, con las fotocopias en la mano. No tiene la cara que yo me imaginaba, no está contento ni triste ni enojado. Me dice que afuera hay dos tipos que quieren hablar con nosotros. Lo vuelvo a mirar: está pálido, como si le hubiera pasado algo malo.
—¿Qué tipos? —le pregunto.
—Dos tipos: cuando volví con las fotocopias estaban a punto de tocar timbre.
—¿Y qué quieren?
—Dicen que son empleados nuestros, que ya terminaron la número siete y quieren que la aprobemos los originales para entrar a imprenta.
—Será gente que pide —le digo.
—No, es muy raro: uno se parece bastante a mi tío Luis con anteojos; el otro es idéntico a tu abuelo Marcos más joven.
Supe enseguida lo que Chiri no se animaba a decirme. Me quedé paralizado, mirándolos a través de la cortina. Yo no conocía al tío Luis Basilis, pero a mi abuelo Marcos sí lo conocía muy bien. Y uno de ellos era bastante parecido a mi abuelo: algo más joven, pero igual de serio y de gordo. Pero no era mi abuelo. Y el otro no era el tío Luis.
Miré a Chiri:
—Somos nosotros —le dije.
Él hizo que sí con la cabeza, sin mirarme:
—Somos nosotros, pero viejos.
Hicimos silencio. De repente Chiri dejó de estar asustado (lo supe porque suspiró) y eso me tranquilizó también a mí. Creo que tenía miedo de estar loco él solo, de que ni siquiera yo le creyera.
—¿Cuándo te diste cuenta?
—Enseguida, ni bien me hablaron —me dijo en voz baja—. Yo venía en la bici para tu casa y los vi en la esquina de la Treinta y Dos. El gordo se dio cuenta de que era yo el que venía y le avisó al canoso. De lejos no los reconocí, de cerca me parecieron conocidos, pero cuando me hablaron me di cuenta. No les dije nada, pero me di cuenta. Hablan igual que nosotros.
—Vos tenés canas y anteojos de puto.
—Vos sos gordísimo. Y usás cartera.
—No es una cartera, es un morral de hippie.
—No existen los hippies gordos.
Habíamos levantado la voz y nos oyeron. Los dos hombres miraron a la vez la puerta. El más gordo saludó con la mano. El canoso nos hizo señas para que saliéramos de una vez.
Abrimos la puerta despacio, caminamos hasta la vereda y nos quedamos, los cuatro, mirándonos. El canoso me señaló al verme y le dijo al gordo:
—Ya tenías tetas de chiquito.
Los dos se rieron. Yo me puse colorado y encorvé los hombros. Me dio muchísima bronca ver que Chiri también se reía y se ponía del lado de los mayores. El canoso miró la hora en un rectángulo negro, muy raro, que sacó del bolsillo.
—Boludo, apuremos que tenemos que entrar a imprenta —dijo. El más gordo se acercó y me preguntó:
—¿Hay alguien en casa?
Negué con la cabeza.
—¿A dónde están?
—En la Liga.
—Entonces vamos adentro —dijo, abriendo el morral—, tenemos que solucionar un asunto.
Estuvieron en casa media hora, no mucho más. En ningún momento se presentaron, ni nosotros les preguntamos los nombres. Había algo, más fuerte que las palabras, que nos unía y nos hacía entender quiénes eran. Mejor dicho: quiénes éramos los cuatro.
Nos reunimos en la cocina, ellos caminaban por mi casa sin confundir los pasillos ni las habitaciones. El canoso abrió la heladera sin permiso y sacó una botella de leche. El gordo puso cuatro vasos grandes en la mesa y les echó dos cucharadas soperas de Nesquick a cada uno, menos al suyo. A su vaso le puso seis. Chiri y yo lo mirabámos sin decir nada.
El canoso bebió un trago, entrecerró los ojos y suspiró con alegría:
—¡Ah, la chocolatada de esta época es mil veces mejor! —dijo.
El gordo se llevó el vaso a la boca pero no se detuvo. Bebió y bebió, sin respirar, hasta la última gota. Después se limpió la boca con el mantel.
Ya no me quedaban dudas: ese gordo era yo. Y lo peor es que yo era ese gordo porque nunca había dejado de tomar la leche de esa manera. Ni siquira de viejo. Tenía razón el doctor al que me llevaba Chichita: el problema era el Nesquick.
—El asunto es así —se puso serio, de golpe, el canoso—. Estamos haciendo una revista, ya vamos por el número siete, y hasta hoy nunca habíamos tenido un desacuerdo entre nosotros.
—¿Una revista de qué? —pregunté, tratando de que no se me notara la cara de felicidad.
—Cuentos, crónicas —dijo el gordo.
—Historietas, sonetos —agregó el canoso.
Chiri y yo nos miramos y sonreímos. Una semana atrás habíamos tenido una conversación muy seria sobre nuestro futuro y habíamos decidido que nos íbamos a dedicar a hacer revistas. A escribirlas y dibujarlas.
—¿En serio trabajan en una revista? —preguntó Chiri— ¿Escriben o dibujan, o las dos cosas a la vez?
—La dirigimos —dijo el gordo—. Yo soy el editor responsable y él es el jefe de redacción.
—¿Ninguno de los dos dibuja? —pregunté.
—No —respondieron a la vez.
Chiri y yo nos miramos serios.
—¡Pero dirigimos! —dijo el gordo— Buscamos a los que escriben, a los que investigan, a los que dibujan. Pensamos los temas, hacemos garabatos en unas carpetas, llamamos por teléfono a los autores, los cagamos a pedo cuando se atrasan... Deberían estar contentos.
—¿Ustedes están contentos? —pregunté.
—Claro que estamos contentos, gordito infeliz —dijo el canoso, pero no me sonó como un insulto—. Estamos haciendo lo mismo que hacíamos a los doce años. ¿No te das cuenta? Mirá este pliego: es el pliego uno. Y este es el pliego ocho.
—¿Qué problema tienen? —preguntó Chiri.
El canoso le hizo una seña al gordo para que hablara él. El gordo levantó las cejas, como si ya hubiera explicado lo mismo mil veces:
—Se me ocurrió escribir una historia en la página tres, pero se me quedó corta la hoja —dijo, mirando al canoso con rabia—, y la quiero seguir en la página ciento veintiocho. Pero el pajerto no quiere saber nada.
—Es una reverenda pelotudez —dijo el canoso—. Hacemos una revista clásica, no somos vanguardistas, no experimentamos con boludeces.
Se notaba que la discusión venía de lejos. Se quedaron en silencio, mirándonos. Esperaban una solución por parte nuestra.
—¿Por qué tenemos que decidir nosotros?
Yo iba a hacer la misma pregunta, pero Chiri se me adelantó. El gordo grande dijo:
—Porque ustedes son los jefes y nosotros somos los empleados.
Nos quedamos en silencio.
—Quiero decir —siguió—, empezamos a hacer esta revista para cumplir un compromiso con ustedes. No estamos acá por casualidad. Ustedes tuvieron una conversación hace poco.
—En el patio —dijo el canoso—, en el segundo recreo. ¿Se acuerdan?
Asentimos, pálidos.
—Y se juraron algo.
—Sí.
—¿Juraron que iban a ser ricos?
—No.
—¿Que iban a ser famosos?
—No.
—Qué juraron.
Chiri tragó saliva:
—Que cuándo fuéramos grandes íbamos a seguir siendo amigos.
—Y qué más —preguntó el gordo.
—Que íbamos a hacer una revista.
Lagrimeamos todos a la vez, como una coreografía de maricones en diferentes períodos de su sensibilidad.
—Nosotros —dijo el canoso— venimos a decirles que está todo bien, que lo que viene va a estar bueno. Porque ese juramento, para nosotros, fue una orden.
—Ustedes son los jefes —dijo el gordo—, los jefes son los que dan las órdenes. Nosotros, los grandes, solamente somos empleados. ¿Aprueban el cambio del editorial, entonces? Decidan rápido porque estamos entrando a imprenta mañana.
—Por mí sí, que vaya el cuento largo —dijo Chiri, y el canoso lo miró con bronca.
—Yo pienso lo mismo —dije—. Si el cuento está bueno, qué importa dónde termina.
—Ese es el problema —dijo el canoso, resignado—. Es uno de los peores cuentos que el Gordo escribió en su vida. Es infantil, está lleno de lugares comunes. ¿Saben cómo termina?
—Cómo.
Y entonces me desperté.
Los jefes
—¿Vos sos el jefe de Chiri? —me preguntó Nina. —No.
—Entonces Chiri es tu jefe.
—Tampoco, pensamos la revista entre los dos.
—¿Y si no están de acuerdo en algo, quién gana?
Me quedé pensando, busqué algún caso en la memoria pero no encontré. Le dije asombrado:
—Siempre nos ponemos de acuerdo, dormite.
—¿Pero entonces quién es el jefe de los dos?
—Nadie —le contesté.
Nina se quedó callada, pensé que por fin se quedaba dormida, pero no. Dijo:
—Pero si un día se equivocan, ¿a quién hacen enojar?
Esa noche soñé, nítidamente, un recuerdo de mayo de 1982. En el sueño tengo once años y estoy en mi habitación desgrabando unas entrevistas que les hicimos a los vecinos, en la vereda, la tarde anterior. Les preguntábamos sobre Margaret Thatcher. Chiri está a punto de llegar, fue hasta lo de Guinot a hacer fotocopias del segundo pliego de la revista.
La revista que hacemos se llama Las Cloacas y la vendemos en la escuela, entre nuestros compañeros, sin demasiada algarabía por parte de ellos: solamente se ríen un poco con los dibujos, pero no con los textos. La revista tiene lema: abajo del logo dice, más chiquito, aromas del Cairo.
Son tres pliegos tamaño oficio doblados y grapados: doce páginas en total. La hacemos con mi flamante Lexicon 80, a dos columnas. Antes la hacíamos con la Olivetti portátil de la madre de Chiri, pero la nueva Lexicon que trajo Roberto a casa es de carro ancho, y podemos poner directamente la hoja apaisada. Es difícil hacer los originales a dos columnas y que te quede, cada línea, bien justificada a derecha, pero escribiendo despacio y pensando bien las frases, se puede.
En el sueño yo estoy ahí de manera rotunda; quiero decir, no tengo memoria del futuro. Soy realmente ese gordito, mis únicas preocupaciones son las de esa tarde. Son pocas, pero una me molesta: estoy un poco enojado con Chiri porque no nos ponemos de acuerdo en algo que, a mí, me parece simplísimo: las preguntas de la entrevista tienen que ir en rojo y las respuestas en negro, porque el lector va a entender mejor si la pregunta es de un color y la respuesta de otro.
Chiri dice que es al pedo, porque las fotocopias son en blanco y negro. Yo le digo que en las fotocopias el rojo se convierte en gris, por lo que el efecto se consigue igual. Chiri dice que no. Yo digo que sí. Creo que es la primera vez que nos peleamos.
Chiri se levanta, caliente como una pipa, agarra el original del segundo pliego y se va a lo de Guinot a hacer fotocopias. Yo estoy enojado porque Chiri cree que mis razones son otras. Estoy casi seguro. Él piensa que, como ahora tengo una máquina de escribir con doble tinta, quiero alardear.
Estoy enojado porque es verdad. Estoy enojado por ese instinto que tiene de saber mis verdaderas razones sobre las cosas. Le va a pedir a Guinot que haga las fotocopias con mucho contraste, para que no se note el rojo. Va a volver con esa cara que pone siempre cuando me descubre las intenciones.
En eso estoy pensando cuando Chiri entra a la habitación, con las fotocopias en la mano. No tiene la cara que yo me imaginaba, no está contento ni triste ni enojado. Me dice que afuera hay dos tipos que quieren hablar con nosotros. Lo vuelvo a mirar: está pálido, como si le hubiera pasado algo malo.
—¿Qué tipos? —le pregunto.
—Dos tipos: cuando volví con las fotocopias estaban a punto de tocar timbre.
—¿Y qué quieren?
—Dicen que son empleados nuestros, que ya terminaron la número siete y quieren que la aprobemos los originales para entrar a imprenta.
—Será gente que pide —le digo.
—No, es muy raro: uno se parece bastante a mi tío Luis con anteojos; el otro es idéntico a tu abuelo Marcos más joven.
Los empleados
Bajamos la escalera caracol con alarma. Chiri llevaba las fotocopias en la mano y los papeles le temblaban. Mi susto tenía más que ver con su cara de pánico que con mi propia inquietud. Entonces vi, por fin, a los dos hombres que nos estaban buscando; los vi en la vereda hablando entre ellos con tranquilidad, sin apuro. Supe enseguida lo que Chiri no se animaba a decirme. Me quedé paralizado, mirándolos a través de la cortina. Yo no conocía al tío Luis Basilis, pero a mi abuelo Marcos sí lo conocía muy bien. Y uno de ellos era bastante parecido a mi abuelo: algo más joven, pero igual de serio y de gordo. Pero no era mi abuelo. Y el otro no era el tío Luis.
Miré a Chiri:
—Somos nosotros —le dije.
Él hizo que sí con la cabeza, sin mirarme:
—Somos nosotros, pero viejos.
Hicimos silencio. De repente Chiri dejó de estar asustado (lo supe porque suspiró) y eso me tranquilizó también a mí. Creo que tenía miedo de estar loco él solo, de que ni siquiera yo le creyera.
—¿Cuándo te diste cuenta?
—Enseguida, ni bien me hablaron —me dijo en voz baja—. Yo venía en la bici para tu casa y los vi en la esquina de la Treinta y Dos. El gordo se dio cuenta de que era yo el que venía y le avisó al canoso. De lejos no los reconocí, de cerca me parecieron conocidos, pero cuando me hablaron me di cuenta. No les dije nada, pero me di cuenta. Hablan igual que nosotros.
—Vos tenés canas y anteojos de puto.
—Vos sos gordísimo. Y usás cartera.
—No es una cartera, es un morral de hippie.
—No existen los hippies gordos.
Habíamos levantado la voz y nos oyeron. Los dos hombres miraron a la vez la puerta. El más gordo saludó con la mano. El canoso nos hizo señas para que saliéramos de una vez.
Abrimos la puerta despacio, caminamos hasta la vereda y nos quedamos, los cuatro, mirándonos. El canoso me señaló al verme y le dijo al gordo:
—Ya tenías tetas de chiquito.
Los dos se rieron. Yo me puse colorado y encorvé los hombros. Me dio muchísima bronca ver que Chiri también se reía y se ponía del lado de los mayores. El canoso miró la hora en un rectángulo negro, muy raro, que sacó del bolsillo.
—Boludo, apuremos que tenemos que entrar a imprenta —dijo. El más gordo se acercó y me preguntó:
—¿Hay alguien en casa?
Negué con la cabeza.
—¿A dónde están?
—En la Liga.
—Entonces vamos adentro —dijo, abriendo el morral—, tenemos que solucionar un asunto.
Estuvieron en casa media hora, no mucho más. En ningún momento se presentaron, ni nosotros les preguntamos los nombres. Había algo, más fuerte que las palabras, que nos unía y nos hacía entender quiénes eran. Mejor dicho: quiénes éramos los cuatro.
Nos reunimos en la cocina, ellos caminaban por mi casa sin confundir los pasillos ni las habitaciones. El canoso abrió la heladera sin permiso y sacó una botella de leche. El gordo puso cuatro vasos grandes en la mesa y les echó dos cucharadas soperas de Nesquick a cada uno, menos al suyo. A su vaso le puso seis. Chiri y yo lo mirabámos sin decir nada.
El canoso bebió un trago, entrecerró los ojos y suspiró con alegría:
—¡Ah, la chocolatada de esta época es mil veces mejor! —dijo.
El gordo se llevó el vaso a la boca pero no se detuvo. Bebió y bebió, sin respirar, hasta la última gota. Después se limpió la boca con el mantel.
Ya no me quedaban dudas: ese gordo era yo. Y lo peor es que yo era ese gordo porque nunca había dejado de tomar la leche de esa manera. Ni siquira de viejo. Tenía razón el doctor al que me llevaba Chichita: el problema era el Nesquick.
—El asunto es así —se puso serio, de golpe, el canoso—. Estamos haciendo una revista, ya vamos por el número siete, y hasta hoy nunca habíamos tenido un desacuerdo entre nosotros.
—¿Una revista de qué? —pregunté, tratando de que no se me notara la cara de felicidad.
—Cuentos, crónicas —dijo el gordo.
—Historietas, sonetos —agregó el canoso.
Chiri y yo nos miramos y sonreímos. Una semana atrás habíamos tenido una conversación muy seria sobre nuestro futuro y habíamos decidido que nos íbamos a dedicar a hacer revistas. A escribirlas y dibujarlas.
—¿En serio trabajan en una revista? —preguntó Chiri— ¿Escriben o dibujan, o las dos cosas a la vez?
—La dirigimos —dijo el gordo—. Yo soy el editor responsable y él es el jefe de redacción.
—¿Ninguno de los dos dibuja? —pregunté.
—No —respondieron a la vez.
Chiri y yo nos miramos serios.
—¡Pero dirigimos! —dijo el gordo— Buscamos a los que escriben, a los que investigan, a los que dibujan. Pensamos los temas, hacemos garabatos en unas carpetas, llamamos por teléfono a los autores, los cagamos a pedo cuando se atrasan... Deberían estar contentos.
—¿Ustedes están contentos? —pregunté.
—Claro que estamos contentos, gordito infeliz —dijo el canoso, pero no me sonó como un insulto—. Estamos haciendo lo mismo que hacíamos a los doce años. ¿No te das cuenta? Mirá este pliego: es el pliego uno. Y este es el pliego ocho.
—¿Qué problema tienen? —preguntó Chiri.
El canoso le hizo una seña al gordo para que hablara él. El gordo levantó las cejas, como si ya hubiera explicado lo mismo mil veces:
—Se me ocurrió escribir una historia en la página tres, pero se me quedó corta la hoja —dijo, mirando al canoso con rabia—, y la quiero seguir en la página ciento veintiocho. Pero el pajerto no quiere saber nada.
—Es una reverenda pelotudez —dijo el canoso—. Hacemos una revista clásica, no somos vanguardistas, no experimentamos con boludeces.
Se notaba que la discusión venía de lejos. Se quedaron en silencio, mirándonos. Esperaban una solución por parte nuestra.
—¿Por qué tenemos que decidir nosotros?
Yo iba a hacer la misma pregunta, pero Chiri se me adelantó. El gordo grande dijo:
—Porque ustedes son los jefes y nosotros somos los empleados.
Nos quedamos en silencio.
—Quiero decir —siguió—, empezamos a hacer esta revista para cumplir un compromiso con ustedes. No estamos acá por casualidad. Ustedes tuvieron una conversación hace poco.
—En el patio —dijo el canoso—, en el segundo recreo. ¿Se acuerdan?
Asentimos, pálidos.
—Y se juraron algo.
—Sí.
—¿Juraron que iban a ser ricos?
—No.
—¿Que iban a ser famosos?
—No.
—Qué juraron.
Chiri tragó saliva:
—Que cuándo fuéramos grandes íbamos a seguir siendo amigos.
—Y qué más —preguntó el gordo.
—Que íbamos a hacer una revista.
Lagrimeamos todos a la vez, como una coreografía de maricones en diferentes períodos de su sensibilidad.
—Nosotros —dijo el canoso— venimos a decirles que está todo bien, que lo que viene va a estar bueno. Porque ese juramento, para nosotros, fue una orden.
—Ustedes son los jefes —dijo el gordo—, los jefes son los que dan las órdenes. Nosotros, los grandes, solamente somos empleados. ¿Aprueban el cambio del editorial, entonces? Decidan rápido porque estamos entrando a imprenta mañana.
—Por mí sí, que vaya el cuento largo —dijo Chiri, y el canoso lo miró con bronca.
—Yo pienso lo mismo —dije—. Si el cuento está bueno, qué importa dónde termina.
—Ese es el problema —dijo el canoso, resignado—. Es uno de los peores cuentos que el Gordo escribió en su vida. Es infantil, está lleno de lugares comunes. ¿Saben cómo termina?
—Cómo.
Y entonces me desperté.
Aviso para comentaristas. Ya se puede dejar comentarios, o conversar con otros lectores, en cada texto de las revistas. (A nosotros nos ayuda, además, chismear sobre lo que se dice de cada contenido). Esta sección estuvo sin funcionar desde el N3, y ahora está recuperada y funcionando. Es decir: es "carne de pri", porque casi todos los posts están en cero.
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